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Id como una plaga contra el aburrimiento del mundo



domingo, 18 de enero de 2015

Amarg, -a.



[c. 1270; del ll. amārus, -a, -um, íd., en la forma antiga amar, modificada per influx del verb amargar, del ll. vg. amaricare, íd., derivat de amarus]

adj 1 1 D'un sabor característicament desagradable, com el fel, el sèver, etc.


Conocí Valencia como a una puta trasnochada. Adicta a estímulos baratos, siempre hablando de tiempos mejores y claramente sobrevalorada. Todos fuimos defraudados, pagamos un alto precio por un humo que no valía ni el tiempo que la ciudad gastó en vendernos. Para ser justos, habría que reconocer que no toda la culpa fue de ella, la soberbia es muchas veces la única medicina para aquél a quien la vida no ha hecho justicia, y Valencia ya había recibido más palos de los justos por aquél entonces. Para su amarga pretensión, en cambio, nunca habrá medicina. Será algo del carácter valenciano, un error evolutivo que llevó al nacimiento en algún momento el gen del menfotisme. Todo nos daba igual, especialmente nosotros nos dábamos igual.

Como los naranjos de sus calles, Valencia es sumamente fértil y, a la vez, sólo da frutos amargos. El pie del destino pisa más fuerte a orillas del mediterráneo y está siempre dispuesto a hacerlo sobre cualquier cabeza. Qué se puede esperar de una ciudad que vive de espaldas a su mar, de espaldas a su huerta y de espaldas a su lengua. Ni pescar, ni recolectar ni ser libre. Y, por no pecar de pretencioso, aunque todo se contagia, he de reconocer que es fácil hablar a tren pasado y que cuando conocí a Valencia como una puta trasnochada me engañó como al más bobo. Ahora conozco sus miserias, pero aquél primer año todo era compartir droga barata y sueños tan grandes, profundos, amplios y definitivamente inútiles como sus grandes avenidas, palacios de congresos y puentes insostenibles. Hasta que se le cayó la brillante fachada.

Supongo que el cristal de la amargura me ciega parcialmente en estos momentos, pero el cerebro es imperfecto y tiende a borrar lo malo, para hilar sólo los momentos de felicidad y bordarlos de tal manera que el tapiz final luce alegre y coherente. En algunos años, quizá al otro lado de la península, o del continente, o al otro lado de su ignorado mediterráneo, quizá incluso más lejos, recordaré Valencia como una arcadia estudiantil donde viví, se lo reconozco, algunos de mis mejores años. Pero no me importaría poder recuperar estos párrafos y ver que, como su enorme luna, todo tiene una cara oculta. Y que allá donde viva, sin arcadia, sin paraíso juvenil, habrá también una cara iluminada.

La capital del Turia, como cualquier otro, tiene derecho a segundas oportunidades, por mucho que me pese la idea de que la mezquindad es más estructural que circunstancial, y que algo en su planificación urbana, o en sus –escasas- zonas verdes, o en su sistema de alcantarillado y cañerías llegando a cada casa, ha alimentado y esparcido la bacteria de lo picaresco y cretino; seguramente sean todo conjeturas y en la espina dorsal de la ciudad haya algún dulce futuro. Espina dorsal dispar y creciente, multicultural y diversa, formada por médulas que en barrios y pedanías luchan contra la mano de acero que rige estas calles, pequeños héroes anónimos dejándose los codos por una amarga ciudad que poca o ninguna vez les dará las gracias. La irracional esperanza del ser humano contra el hormigón y el asfalto.

No hay mejor caricatura de este despropósito urbano y sociológico que la prostitución de su tradición más profunda: como la paella que engaña y sangra al turista en primera línea de playa, la ciudad tenía que tenerlo todo; mejillones, gambas, pollo, limón, pimiento y hasta cebolla y guisantes. Ofrecer lo auténtico, lo original, lo que la diferenciaba de la Barcelona de neón y del Madrid que le da la espalda estaba demás. Tenía que ser la ciudad total. La cuixa del Carme, la bajoqueta del Cabanyal y el garrofó de la Albufera se quedaban cortos. Había que maravillar al mundo plantando un centollo de trencadís blanco en medio del arroz si hacía falta.

En resumen, y cerrando esta carta de despedida de una ciudad que ha pasado de amiga a enemiga, pero a la que le deseo todo lo mejor: no engañes a nadie más, Valencia. No te conviertas en una falla sobre ti misma, una sátira vacía y ridícula de tan pretendidamente bella, un perfume barato eclipsando tu espíritu de azahar, un corazón de cartón piedra al que llegan las vías de poliestireno que te han secado las raíces y un puerto expandido por donde la modernidad te ha traído de todo menos vida.

Yo me retiro a observar desde la barrera. Quiero explorar nuevos sabores. A ti, amarga Valencia, te quedan cinco meses. Dos décadas para recapacitar deberían dar vergüenza, pero nunca es tarde. Amargo no tiene por qué ser malo, lo amargo tiene carácter, el carácter suficiente para resucitar a un muerto.

jueves, 26 de junio de 2014

La caja

He cogido todo lo que tengo y lo he metido con mucha presión para que cupiera, sin derramarse, en una caja. He cogido la caja y la he llevado, con cuidado, para que no se rompiera, hasta una oficina postal. He cogido unos billetes, de esos que de los que se puede tener muchos sin tener absolutamente nada, y he pagado, para que enviaran la caja de vuelta a casa. Y ahora está de camino a muchos kilómetros de aquí y quizá no vuelva a verla. Hay que ver cómo pesaba, la caja, y eso que no había manera de dejarse en ella tus promesas rotas. Hay que ver qué grande era, la caja, y aún así no hubo modo de encajar dentro tus mentiras.

Se va alejando, la caja. Lleva ropa de invierno, lleva material escolar, lleva souvenirs y sábanas y zapatos y cosas que ya no necesito, y aún llevando tanto no he conseguido sentirme más ligero. Será porque no había modo de meter en la caja los malos momentos ni la piedra en que tropecé tantos días seguidos. Voluntariamente. Será que era una piedra metafórica, y aún no he aprendido que cuando no puedes comprobar la veracidad de algo tampoco puedes meterlo en una caja. Puedes enamorarte de ello, puedes adorarlo, puede costarte olvidarlo y puede ser igual de pesado. Pero no puedes enviarlo lejos.

Por eso no fui capaz de meter, en la caja, tu nombre. Nuestros planes juntos. Las conversaciones de madrugada. Ni las ganas de descubrir nuevos lugares de tu mano. Por eso me siguen pesando los brazos, como si no hubiera metido bajo presión todo lo que tengo, como si no lo hubiera cargado con cuidado hasta una oficina, como si una vez allí no me hubiera sonreído el atractivo y simpático joven tras el mostrador, recordándome que no necesito una caja, que necesito conocer a alguien nuevo.

jueves, 15 de mayo de 2014

Escala de grises

Victoria, que tan acostumbrada estaba a que todas las masculinas se giraran a su paso, no acabó de encajar bien que el inspector Rojo ni siquiera se dignara a mirarla, como si el exagerado ruido de sus tacones reventando el silencio de la comisaría no fuera suficiente para llamar su atención. Rojo acababa de llegar a la ciudad en sustitución del anterior inspector, que ahora se había metido en política, y la chica de las camelias era su primer caso. Se podía decir que no era el clásico miembro de las fuerzas del Estado, licenciado en Derecho, forzado por una larga tradición familiar, Rojo había tardado demasiados años en acabar la carrera al preferir pasar más tiempo husmeando en la biblioteca los tratados de otras carreras que hubiera preferido estudiar: la poesía de Machado, el nihilismo de Nietzsche, la contrarrevolución artística de Benjamin o el estructuralismo de Habermas. Para mayor INRI de su padre, mostró también más interés por sus compañeros que por sus compañeras, y aquello fue lo que desencadenó su ingreso en la Policía: era una profesión de la que cualquier padre presumiría y con la que podría soñar que las preferencias de su hijo eran algo pasajero. Nada más lejos, Rojo acabó casándose felizmente con un catedrático anclado en el Renacimiento italiano con el que podía pasar el resto de su vida discutiendo sobre museos mientras maridaban la cena con vino sino fuera porque le habían detectado un cáncer terminal. El traslado a la ciudad de las camelias pretendía ser una búsqueda de tranquilidad para el matrimonio que, desde luego, el asesinato de una joven burguesa cinco años atrás no perturbaba en absoluto, por mucho que Victoria le insistiera en relacionarlo con el de la joven de las camelias. Rojo despachó elegantemente a la empresaria, que se alejó haciendo un agresivo tic tac al taconear que le recordó al inspector que era hora de llamar a casa y preguntar a su marido cómo había salido la revisión. Fuera de la comisaria, un camelio perdía su última flor bajo la lluvia, cayendo a un charco en el que se reflejaba el tráfico, ajeno a las tragedias humanas que, en sus diferentes escalas de tristeza, se entretejían en el anonimato de hormigón.

domingo, 20 de abril de 2014

La tormenta

Con mayo a flor de piel, las efímeras semanas de calor se desvanecieron tan extraña e inesperadamente como llegaron, dando paso al viento y las lluvias que nunca debieron abandonar la ciudad. De los tejados caían ríos grises que inundaban las calles, empujaban la basura por ellas y arrastraban todo el polvo y los días de falso verano recién vividos hacia las alcantarillas. La chica de las camelias había desaparecido ya de las portadas y las pantallas, dando paso a discursos de políticos que nadie había votado y a programas sobre la anodina vida de personajes que a nadie debían interesar. Pero Victoria seguía pensando en la joven asesinada. No conseguía quitarse su recuerdo de entre las cejas, a pesar de que no compartía nada con ella. Victoria, adulta, alta, morena, empresaria de éxito, un torbellino de ambición sobre diez centímetros de tacón nada tenía que ver con la inocencia de Clara, a penas una promesa de la mujer que sería. No compartían barrio, ni conocidos, ni compraban en el mismo supermercado, ni iban a la misma consulta médica, ni habían estudiado en el mismo colegio ni mucho menos en la facultad a donde Clara no hubiera podido acceder ni aun estando viva. Entre ellas había un muro mucho más importante que una pared de ladrillo o una verja. Entre ellas había un abismo insalvable y peligrosamente invisible, de esos que construye el dinero. Y aún así, Victoria seguía dándole vueltas al cadáver de Clara bajo las camelias en una viciosa espiral que amenazaba con taladrarle las sienes. Siempre, más allá de toda diferencia, hay un hilo que avanza por caminos imprevisibles superando todo obstáculo y, por increíble que parezca, ni siquiera el dinero puede parar. El hilo de la muerte, que hacía años se llevara a la hija de Victoria dejándola tendida bajo un camelio en un jardín mucho más cuidado y ostentoso que aquél en que expirara por última vez Clara, pero no por ello más bello. El hilo tejido por un asesino a quién no le importaba la clase, un hilo que cortaba involuntariamente los tratados de Marx y le rebanaba la cabeza a Keynes, demostrándole a aquella ciudad imperfectamente viva que tras los días de sol, llovía igual para todos. Todos eran la misma basura, rica o pobre, arrastrada a las alcantarillas para la imperturbable tormenta.

miércoles, 9 de abril de 2014

Las camelias

Era la primera tarde de primavera. Sobre el césped se acumulaban los pétalos de un camelio, formando un perfecto círculo rosa que, poco a poco, iba empapándose de la sangre de Clara. Un charco carmesí que brotaba de su pequeña cabeza de muchacha que nunca llegó a ser mujer, contrastando con su largo cabello color paja que, como los rayos del sol, se escapaba en mechones concéntricos desde su inerte rostro. Hasta su corto vestido rosa palo, combinado con la palidez de su piel, tendida boca arriba, parecía haber sido elegido para la ocasión. Como si supiera que iban a matarla y hubiera querido ir lo más adecuada y elegante posible a una cita de tal relevancia. Estaba tan hermosa y tan muerta, que casi daba ganas de llorar tanta perfección junta. La insulsa monotonía de los edificios de su entorno era casi insultante. La ciudad no se merecía una obra de arte así, no sabría apreciarla. Aquella joven tan perfectamente muerta era un grito de color y belleza desgarrando el vacío de una sociedad sumergida en una paleta de grises. De haberse sabido quién acabó con la vida de la muchacha, deberían haberse formado colas de vecinos en su puerta ansiosos por un autógrafo. Desgraciadamente, nunca se supo quién hizo aquél regalo a la ciudad, esa primera obra maestra de la primavera que consistió en evitarle a Clara soportar cada día la intrascendencia de sus coetáneos, ordas de borregos que, en lugar de apreciar la dulzura efímera de ese momento, lo marchitaron buscando culpables y alterándose como si sus opiniones y actos realmente le importaran alguien. Al fin y al cabo, el asesino sólo pretendía demostrarles que, en aquella ciudad sucia y aburrida, la vida estaba sobrevalorada.

lunes, 24 de febrero de 2014

Flumen oblivions

Agora que temos todo tapiado
xa non sentimos o temporal.
Agora, cos ollos pechados
é moito máis fácil medrar.

Agora, ignorándonos, na escuridade.
Cos beizos tortos, encadeadas as maos...
Bendita ignorancia que é felicidade.

viernes, 21 de febrero de 2014

Premorriña

Aún me quedan meses en este curruncho del planeta y ya siento que voy a echarlo de menos el resto de mi vida. Uno se encuentra una noche bajo su lluvia eterna escuchando a Ferreiro mientras ve cómo en su lista de amigos aparece un puñado de personas que no estaban ahí hace unos meses, de cuya existencia no sabía nada, pero sin los que no es capaz de imaginarse ya un día a día. Y me doy cuenta que llegará el momento en que desde mi casa no pueda ver playas vacías, y que cuando las vea llenas de lluvia no será lo mismo, y que, desde luego, va a faltarme todo el valor del mundo para marcharme.

Galiza, ficechesme escravo de tanto quererte ceibe.